domingo, 1 de febrero de 2009

"El elocuente orador sagrado", por D. Daniel Padilla

Me entusiasman los hombres que hablan bien, Señor. Siempre he admirado a los que manejan el lenguaje con belleza, precisando las palabras, empleando bien los giros, utilizando argumentos apropiados, sorprendiendo con la originalidad de sus imágenes. Me interesaba el "decir bien" de mis años de estudiante. Y disfruto actualmente con la agudeza de oradores preparados. Pero está claro que el evangelista Marcos, cuando nos dice que "hablabas con autoridad" y que, "en la sinagoga, todos se quedaron admirados con tu enseñanza", no se refiere a tu "buena oratoria". Se está refiriendo a "la verdad" de tu mensaje, a "tus palabras hechas carne". Y vida. Tengo que comprender muy bien esto, Señor. La fuerza y la garra de mi predicación no pueden basarse en la perfección de una pieza oratoria, en la galanura de un lenguaje académico, sino en el "aliento del Espíritu" que mueva mis palabras y me lleve al testimonio: "No se preocupen de lo que vayan a decir -afirmaste-, porque el Espíritu pondrá palabras en vuestra boca". Tú, Jesús, no hablabas desde la sabiduría "que tenías", sino desde el profeta que "eras". Aunque "eras la Palabra", no pronunciabas "palabras de orador", sino de profeta. Y el profeta no es alguien que repite palabras más o menos sabidas, tradiciones más o menos heredadas, siempre inmóviles, paralizadas. El profeta es alguien que ayuda a iluminar los sucesos actuales con palabras que le llegan desde "muy lejos". No es alguien que se limita a repetir el dogma de los libros, la moral de los libros; la literalidad de la Ley. Ni se contenta con tener bien alineados muchos libros en los anaqueles de su biblioteca. Eso harán los letrados. El profeta es más bien una luz irresistible que trata de hacer ver las "huellas de Dios" en todos los sucesos de nuestro entorno. Eso hacías Tú. Y ésa era "tu autoridad".
Cada domingo he de predicar. Cada día he de hablar. Somos "embajadores de Dios", como dirá Pablo, y "hemos sido elegidos por Él para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto dure". "No podemos menos, por otra parte, que repetir lo que hemos visto y oído". Pero si nuestra predicación -y no me refiero sólo al sacerdote, sino también a los padres, catequistas, educadores, cristianos comprometidos- sólo se basa en la autoridad literaria de la oratoria, y no en la "palabra encarnada" del profetismo, terminaremos siendo "una campana que suene al viento", como decía Pablo. O peor todavía. Seremos "un mar de palabras en un desierto de ideas", como se decía de un determinado orador parlamentario. No estamos llamados a la "palabrería", sino a la palabra. Nuestro ministerio es el "servicio al Logos", a la Palabra que explica la vida, tratando siempre de que "el Espíritu gima en nosotros con sonidos inefables". Se nos pide que "purifiquemos nuestros labios y nuestro corazón con un carbón encendido, si fuera preciso, como el profeta Isaías, para poder anunciar digna y competentemente el Evangelio". Me gustan, Señor, los hombres que hablan bien. Pero sé también que "Tú escondes, a veces, ciertas luces, a la gente sabia e importante y la manifiestas a la gente sencilla". Por eso, más que un "elocuente orador sagrado", quisiera ser un "mensajero" de Ti.

1 comentario:

Virginia dijo...

Ponernos en manos de Dios es incluso dejar que sea su Palabra la que surja en nosotros, es confiar en que somos un instrumento de su Palabra...son muchas las situaciones en las que podemos decir "solo gracias a Él he sido capaz de decir lo que he dicho"...pues que así sea en todo momento, que poco a poco, y cada vez más, nos impregnemos de su ser de manera que destilemos, en nuestras palabras y gestos, toda su esencia...para ello, tenemos que buscar, día a día, el encuentro con Él, así... Él será en nosotras!!!
Cor unum et anima una!!!