domingo, 19 de abril de 2009

"Me caes muy bien, Tomás" por D. Daniel Padilla

A mí, qué quieres que te diga, me caes muy bien, Tomás. Quizá sea por la cuenta que me trae, ya que me siento muy retratado en ti. O simplemente porque comprendo las sucesivas etapas de tu actitud. Ya lo sé desde siempre, y basándonos en las mismas palabras, te hemos llamado "el incrédulo". Y nos hemos quedado tan anchos. Pero estoy seguro que el "tono" que empleó Jesús -"no seas incrédulo"-, fue un tono afectuoso, de exquisita amistad, con una gota de ironía. Como si te dijera: "¡Vaya Tomás, te ha tocado sufrir! ¡Lo siento! ¡Ya pasó todo! ¡Ven a mis brazos, incrédulo!" Por eso, me caes bien. Y, lo repito, comprendo todos tus pasos.
Primero. Tu huida. El evangelio dice sin explicaciones: "Tomás no estaba con ellos". ¿Habías huido? ¡Qué va, por Dios, que va! Tú, simplemente, no podías soportar la cháchara de tus compañeros que repetían y repetían: "Y ahora, ¿qué hacemos?" Empezaba a invadirte una agobiante claustrofobia entre aquellas paredes. Y abriste la puerta y... saliste. Sin más. Para llorar a solas. Para seguir dando vueltas en tu cabeza a los recuerdos. Para tratar de reconstruir, sobre el propio terreno, los pasos de Jesús. Para tratar de entender cómo lo pueden dejar tan sólo. No. Tú no huiste.
Segundo. Tu rabia. Lo tuyo no era falta de fe. Lo tuyo era "rabia". (Y perdona que interprete así tus famosas palabras: "Si no meto mis dedos en las llagas... no creo".) Eso era rabia. Una rabia infinita y terrible. Una gran contrariedad. Y tus palabras fueron como esas papeletas que hacemos todos, cuando todo nos sale mal. ¡Sales un momento a rumiar las cosas con más sosiego, con más intensidad, y, en ese momento aparece Jesús. Y, encima, tus compañeros, como chicos con zapatos nuevos, te pasan la miel por los labios: "¡Hemos visto al maestro! ¡Hemos visto al maestro!". Te descentraste, eso fue todo. Y soltaste todos los disparates que se te ocurrieron. Eso es lo que solemos hacer todos cuando aquello que más queremos presenciar, al fin ocurre, ¿y nosotros?
Tercero. "Señor mío y Dios mío". Pero lo que de verdad me entusiasma de ti, y me enternece, y me llena de envidia, son las palabras que tú, "estando con ellos", pronunciaste, "a los ocho días": "Señor mío y Dios mío". Son las palabras de un verdadero creyente. Son la llegada y entrega de alguien que ha recorrido un difícil itinerario de fe. La rendición de un luchador que se humilla sin condiciones. Son palabras que tienen el mismo carisma que el "Qué quieres, Señor, que haga" de San Pablo o aquellas de San Agustín: "¡Qué tarde te conocí, hermosura siempre antigua y siempre nueva!". Son la oración-síntesis de un alma orante. Contienen el reconocimiento de que, sin Jesús, no podemos nada de nada. "¡Señor mío y Dios mío!" ¡Qué hermoso ejercicio repetirlas cuando nos hemos pasado de rosca y deseamos volver al buen camino! ¡Qué bello decirlas esas noches que nos sentimos muy cansados y no tenemos ganas de hacer una oración larga!

1 comentario:

Virginia dijo...

Me llama la atención el proceso de Tomás porque se nos muestra por un lado, la debilidad humana al desconfiar y por otro, la grandeza del encuentro que le lleva a manifestar su Fe...somos muchos los que anhelamos tener pruebas palpables, los que desconfiamos porque la razón no nos lleva hasta el Misterio, pero cuántos llegamos a hacer esa Profesión de Fe...que cada uno de nosotros, al encontrarnos con el Señor que viene seamos capaces de hacer una confesión similar "Señor mío y Dios mío"...confesión que el Misterio del Encuentro.